viernes, 7 de octubre de 2011

El detector de mentiras




— ¡Me revienta! –me quejé.
— ¿Qué te revienta, Demián?
— ¡Que me mientan! ¡Me revienta que me mientan!
— ¿Y por qué estás tan enojado con la mentira? –preguntó Jorge, como si yo me estuviera quejando de que la lluvia es mojada…
— ¿Cómo por qué? ¡Porque es horrible! Me molestan los que me engañan, los que me estafan, los que me enroscan con sus fabulaciones.
— ¿Te enroscan? ¿Cómo hacen para enroscarte?
— Mienten. Eso hacen.
— Pero eso no alcanza, Demi, ellos podrían mentir de hoy hasta mañana y tú divertirte mirándolos contar sus historias…
—Pero yo me engancho, Jorge. Yo confío, yo les creo, cualquier pelotudo se acerca a inventar una gansada y yo le creo.
¡Soy un imbécil!
— ¿Y por qué les crees?
— Porque… porque…, no sé por qué mierda les creo. ¡La puta que los parió! –grité—. No sé… No sé…
El gordo se quedó un rato mirándome en silencio y después agregó:
—Tú ya sabes que sería bueno no enojarse. Pero por ahora, ya que estás enojado, lo mejor debe ser dejarte enojar y hacer algo con la bronca.
Yo sabía a qué se refería el gordo. Jorge decía que la bronca, el amor o la pena son sólo las pilas del cuerpo; que el sentimiento es la energía que antecede al movimiento; que la emoción no es nada sin la acción, que intentar desconectarlas es alienarse, perderse, descentrarse… …Y yo estaba haciendo eso. Tratando de controlar el desborde al que el tema me empujaba.
Mi terapeuta se tiró al piso, acercó un almohadón enorme y lo acomodó frente a él. Sin decir una palabra, dio algunas palmaditas sobre el almohadón invitándome a trabajar con él. Yo conocía la tarea que Jorge me proponía. En silencio, me senté del otro lado del almohadón y empecé a golpear sobre él con los puños. Cada vez más. Cada vez más. Cada vez más. Pegué… y pegué… y pegué. Y después grité. Y puteé. Y seguí pegando. Y pegando… Y pegando… Hasta que me desplomé jadeando y exhausto…
El gordo me dejó recuperar el aliento y después me puso una mano en el hombro y preguntó:
— ¿Mejor?
— No –dije—. Quizás más liviano, pero mejor no.
— Son criterios –dijo Jorge—, yo creo que siempre es mejor alivianar una carga…
Me apoyé en su pecho por un rato y me dejé contener. Algunos minutos después, Jorge preguntó:
— ¿Quieres contarme qué te pasó?
— No, gordo. No. El hecho anecdótico no es importante. Tengo ahora la lucidez de darme cuenta, al menos de eso. Lo que necesito es saber qué me pasa a mí con este tema. Siento que me pongo demasiado loco.
— Bueno, empecemos por algún lado. Trata de decirme sintéticamente cuál crees o sientes que es el problema.
Yo me acomodé en el piso, hice un poco de ruido con la nariz e intenté empezar:
— Lo que pasa, es que cuando yo… –el gordo no me dejó seguir.
— No, no, no. Enúncialo como si fuera un telegrama, como si decir cada palabra te costara una fortuna… dale.
Pensó un poco.
— Me molesta que me mientan –dije al fin. Estaba satisfecho. Esta era la frase. Cinco palabras. Era un mensaje realmente sintético. Miré al gordo. …Silencio… Decidí hacer una inversión y agregar un gasto adicional para darle más realismo. — ¡Me molesta muchísimo que me mientan! Eso.
El gordo sonrió y puso esa cara de abuelo comprensivo que ponía Jorge, y que yo interpretaba a veces como “qué tonto que eres, chico” y otras, como un enorme abrazo que decía “aquí esto” o “está todo bien”.
— ¡Me molesta! –ratifiqué.
— Que te mientan –terminó Jorge.
— ¡Que me mientan! –dije.
— Que TE mientan –remarcó.
— Sí. Que me mientan –yo no entendía adónde iba Jorge.
— ¿De qué te reías? –le pregunté al fin.
— No me río, sonrío…
— ¿Qué pasa? –pregunté—. No entiendo nada.
— Yo conozco ese lugar donde estás parado… Y no lo conozco por haberlo leído en ningún lado. Lo conozco por haber estado parado ahí gran parte de mi vida… Sonrío por simpatía, por identificación, por reconocer a otro yo mismo de otro tiempo, por encontrarlo en tu postura…
— No me sirve, gordo, no me alcanza con saber que tú pasaste por acá. No me consuela saber que ésta es la calle más transitada del planeta. ¡Hoy no me alcanza!
El gordo seguía con su cara de Buda complacido.
— Ya sé, yo sé que no te alcanza pero ¿ya te vas?
— No, ¡no me voy!
— Bueno entonces calma, quisiste saber porqué sonreía y quise contarte, eso es todo…
Jorge volvió a su sillón.
— Te molesta que te mientan.
— ¡Sí!
— ¿Y qué te hace pensar que te mienten?
— ¿Cómo “qué me hace pensar”? Me dicen algo que descubro, antes o después, que no es verdad.
— Ah, pero tú estás confundiendo decir la verdad con no mentir.
— ¿Cómo? ¿No es lo mismo?
— ¡Para nada!
La línea formalmente lógica de mi pensamiento se había estrellado contra una pared de granito… Mi único consuelo era pensar que si, como decía Jorge, la confusión es la puerta de entrada a la claridad, yo debía estar en los umbrales de la luzs uprema porque no entendía un carajo.
— ¡Claro! –empezó Jorge.
— ¡Claro para ti! –intervine—. El gordo se rió con ganas. Y siguió—. Decir la verdad o no, es independiente del hecho de mentir. Te pongo un ejemplo:
Hace muchos años, cuando apareció en el mundo el Detector de Mentiras, todos los abogados y los estudiosos de la conducta humana estaban fascinados. El aparato está basado en una serie de sensores que detectan las variaciones fisiológicas de sudoración, contracturas musculares, variaciones de pulso, temblores y movimientos oculares que se producen en un individuo cualquiera cuando miente.
En aquel entonces las experiencias con La Máquina de la Verdad, como se la llegó a llamar, proliferaban por doquier. Un día, a un abogado se le ocurrió una exploración muy particular. Trasladó la máquina al hospital psiquiátrico de la ciudad y sentó en él a un internado: J. C. Jones. El señor Jones era un psicótico y como parte de su delirio aseguraba que él era Napoleón Bonaparte. Quizás por haber sido estudiante de historia, conocía a la perfección la vida de Napoleón y enunciaba con exactitud y en primera persona pequeños detalles de la vida del Gran Corso, en secuencia lógica y coherente.
A este señor J. C. Jones se lo sentó en el detector de mentiras y luego de una rutina de calibración, se le preguntó.
— ¿Usted es Napoleón Bonaparte?
El paciente pensó un instante y después contestó.
— ¡No!, ¿cómo se le ocurre? Yo soy J. C. Jones.
¡Todos sonrieron, salvo el operador del detector que informó que el señor Jones MINTIÓ!
La máquina demostró que cuando el paciente dijo la verdad (que era Jones) estaba mintiendo (…¡él creía que era Napoleón)

Jorge Bucay


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