martes, 10 de mayo de 2011

El Arquero



El arquero se reviste pausadamente, con la solemnidad de un sumo sacerdote que fuese a oficiar su propio funeral.

Se cubre el pecho con un chaleco para que la cuerda no se enganche a la ropa. Se ciñe el brazo con la brazalera; ajusta la correa que sostendrá el arco y la dactilera que le protegerá tres dedos: el índice, el corazón y el anular.

Ya ha elegido las palas del arco y el hilo que va a utilizar. Tensa y calibra el arma, escoge la flecha con sumo cuidado y la saca del carcaj. La contempla y la acaricia como si quisiera transmitirle un último mensaje.

Juan Pablo se sitúa en su puesto, a la distancia precisa de la diana. Ajusta el visor, coloca le flecha, tensa la cuerda y dispara.

—Ahora —me dice— la flecha tiene la última palabra. No puedo pedirle que vuelva.

Tiene razón el arquero. La vida, aquí abajo, es ir preparando poco a poco el único disparo que no tiene marcha atrás. Soy libre, y mi libertad es tan poderosa que puedo dar con mi vida en la diana de la eternidad. Yo digo “para siempre”, “te querré eternamente”, y al decirlo, me asemejo a Dios mismo, que es Eterno, que es fiel.

La flecha aún no ha salido del arco. Aún puedo ajustar el visor y afinar la puntería. Puedo cambiar la trayectoria, pero no quiero la pobre libertad del perrito que rehace su vida en cada hueso que encuentra y no se compromete con ninguno.

Yo sé que llegará un día en que mi amor será eterno. El día de mi muerte la flecha habrá sido disparada y ella tendrá la última palabra...

La Red.

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